El por qué de la acción bélica en nuestras Malvinas

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La Movilización del 30 de marzo de 1982

El día 30 de marzo de 1982, la CGT y las 62 Organizaciones Peronistas, organizaron un paro y movilización multitudinario sobre la Plaza de Mayo. Los trabajadores fueron conducidos por sus dirigentes sindicales, quienes marcharon en primera fila de la manifestación tomados de los brazos, como un símbolo de unidad civil que recorrió todo el mundo.
El ejército no toleró la decisión y ordenó a la policía federal que reprimiera en las calles. El resultado de aquella histórica marcha, dejó como saldo un muerto y cientos de heridos, pero dejó al desnudo la inoperancia e incapacidad del gobierno de facto.
Uno de los últimos mentores de este desgraciado episodio denominado “Proceso”, fue el general Leopoldo Fortunato Galtieri, quien en su carácter de Presidente de la Nación, a partir de finales del año 1981, asumió con total desparpajo la decisión de iniciar una guerra contra Gran Bretaña, por la posesión de las Islas Malvinas.
El día 2 de abril de 1982, las Fuerzas Armadas de la Argentina recuperaron esas tierras irredentas, de manera inconsulta y repentina. La gente se agolpó frente a la Casa de Gobierno, para aplaudir aquella acción reivindicativa, pero a la vez para criticar al gobierno militar, por su inconducta desde el mes de marzo de 1976 y por la salvaje represión a la que la habían sometido dos días antes.
El día 30 de marzo de 1982, la CGT y las 62 Organizaciones Peronistas se pusieron de pie. Los dirigentes obreros más representativos junto con los trabajadores se movilizaron hasta la Casa de Gobierno en reclamo de sus derechos cívicos.
Los trabajadores recibieron el apoyo y la compañía de los Partidos Políticos, quienes reunidos en una Organización autotitulada “Multisectorial” acompañaron al grueso de la movilización, desplazándose encolumnada detrás de sus dirigentes políticos y gremiales, los cuales marchaban tomados del brazo al frente de los trabajadores.
Los sectores medios, también se hicieron presentes en la gran marcha, llegando a través de los medios de locomoción habituales.
Esta marcha, transformada en gigantesca Asamblea Popular, reclamó al gobierno militar que concluya con el régimen de facto y convocase a elecciones generales en forma inmediata.
La respuesta no se hizo esperar. La decisión de un grupo de manifestantes de ingresar a la Casa Rosada junto con los líderes políticos y gremiales que entregarían un petitorio firmado por miles de personas, precipitó la furia y desencadenó la violencia.
Las balas de goma y los gases lacrimógenos inundaron el centro de la Ciudad de Buenos Aires, por espacio de varias cuadras a la redonda.
La Policía Federal recibió la orden de realizar un cerco entre la Plaza de Mayo y la Avenida 9 de Julio, provocando el encierro de los manifestantes dentro del ámbito de la represión.
Muchos compañeros fueron apresados y otros lograron refugiarse en bares aledaños. Muchos comercios fueron atacados por las fuerzas policiales, inundando los locales con gases lacrimógenos.
La multitud superó con creces la capacidad represiva y la mayoría de la gente logró huir, sabiendo que el gobierno de facto había decidido continuar con la dictadura.
Sin embargo, los militares sopesaron muy bien los resultados de aquella jornada y advirtieron que si optaban por la continuidad del gobierno, deberían tomar otra actitud, dando señales serias de un cambio político.
Profundamente sujetos a las directivas de los organismos de Crédito Internacionales, no tenían mucho margen de maniobra para proceder. Así fue que se les ocurrió, entre “gallos y medianoche”, recuperar las Islas Malvinas y brindárselo al pueblo de la Nación como un acto reivindicativo de hondo sentido nacionalista, que posiblemente prolongaría su agonía.
El final de la historia bélica es bien conocido por todos los argentinos, la catástrofe en Malvinas precipitó la caída definitiva del régimen de facto y el país recomenzó una nueva etapa democrática, colmado de heridas de honda profundidad.
Hagamos un poco de memoria:

Pólvora húmeda para defender una infamia

Seis años después de haber iniciado el más doloroso y humillante proceso político del siglo XX vivido por nuestro país.

Seis años después de que un grupo de miserables vestidos con el uniforme de la Patria se rindieran imbéciles y genuflexos a las exigencias del neoliberalismo internacional y a las pretensiones personales de los grupos minoritarios locales, aquella cúpula militar volvió a rendirse, pero en la segunda ocasión por su desidia, por su falta absoluta de capacidad reflexiva, por su decisión unánime de destrozar definitivamente la imagen de la Nación y de las Fuerzas Armadas que juraron honrar, con tal de salir indemnes de la derrota, de su falta de vergüenza, de su incapacidad de ser humanos.

Tres presidentes golpistas sucesivos habían transformado a la Argentina en un desierto de voces monótonas, en un cementerio de almas vivas y tan apesadumbradas, como las de los miles de desaparecidos sin reposo, a través del dolor y la tortura.

La economía nacional, entregada definitivamente al juego de la ruleta rusa, había abandonado el sistema productivo para invertir en las finanzas y la especulación, la misma estrategia que hoy, impulsan quienes desde el gobierno electo dicen defender la Democracia.

Las grandes urbes se transformaron en aldeas de tránsito nocturno para los más pobres sin trabajo ni hogar, abandonados a su propia marginalidad. De día, deambulaban los desocupados, sin esperanza alguna de reinsertarse en la otrora sociedad productiva.

El gobierno militar había iniciado un viaje sin retorno. Se había volcado a los brazos de las decisiones del poder económico internacional y navegaba entre aguas turbias sin piloto, desde la proa de nuestro país, haciendo agua y sin destino.

Pero en 1982 el pueblo comenzó a reaccionar.

Las Organizaciones Sindicales desplegaron su poder multitudinario el día 30 de marzo sobre la Plaza de Mayo, exigiendo un cambio definitivo de la cruenta política nacional. El ciudadano común, también hizo llegar su reclamo y la explosión cívica se transformó en un clamor unánime.

Las fuerzas armadas no toleraron ese procedimiento y volcaron a las calles de la Ciudad de Buenos Aires una represión salvaje. La policía apuntó sus escopetas de gases lacrimógenos al cuerpo de los transeúntes, golpeó salvajemente a miles de desarmados manifestantes. Hubo heridos y muertos y la íntima convicción de que el gobierno militar se derrumbaba definitivamente.

Apenas tres días después, aquellos militares, diminutos soldaditos colmados de medallas inmerecidas, lanzaron una estrategia desesperada en favor de su permanencia en el poder de facto.

Invadían Malvinas.

Como cada uno de los acontecimientos de la historia argentina, envueltos en situaciones inverosímiles e improvisadas, las Malvinas se convirtieron en la excusa del espanto y las fuerzas armadas de entonces, empequeñecidas por la rapacidad de sus jefes y que habían procedido tan crudamente contra la civilidad durante seis años de caótico gobierno, mostraron su verdadero rostro cobarde y despojado de todo respeto al más elemental de los derechos humanos, llevando a la avanzada de la guerra a los ciudadanos más jóvenes, que sin preparación psicológica ni bélica, opusieron su pecho a las balas enemigas.

“Y si los ingleses vienen, presentaremos batalla”, como supo decir entre copas, ese desafortunado monigote devenido en Presidente. Y en medio de aquel hondo y desenfrenado lodazal, mataron a los chicos de la guerra.

Cuando los que no iban a venir hasta el Atlántico Sur alcanzaron la línea de los jefes, éstos se rindieron sin ofrecer resistencia. Lo supimos después, al enterarnos de los acontecimientos sucesivos en las islas Georgias y en Puerto Argentino.

La última estrategia de los militares para mantenerse en el gobierno, también había fracasado y no valía la pena arriesgar más vidas. Ya habían entregado a la muerte la vida de los jóvenes.

Al igual que nuestro pasado, intentaban destruir nuestro futuro.

Han pasado treinta y cuatro años de esta tragedia nacional y la democracia nos permite decir cosas que la falta de libertad nos impedía.

Por Alberto Carbone