La Fábrica, su vida

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Rogelio me esperaba en su puesto de trabajo. La hora del descanso nos iba a permitir charlar y que así me contase su experiencia.

No pasó mucho tiempo desde el momento en que llegué a la Fábrica CIMET, de José León Suárez, hasta que fuimos entrando en confianza; primero le tomé unas fotografías mientras trabajaba. Cada vez que la lente de la cámara lo enfocaba, Rogelio sonreía, tímidamente, como queriendo que deje de atosigarlo con la sesión. Luego de unos minutos, me acerqué a él y lo invité a que vayamos a sentarnos para poder conversar. Aceptó y así nos dirigimos hacia los jardines de la fábrica.

Nos sentamos en unos bancos, sol radiante que nos acompañó esa mañana y ansiedad en mí por empezar a escuchar fragmentos de una vida laboral dada a un mismo espacio. Este tipo de cosas cabe resaltarlas, hoy en día no es muy común que una persona comience trabajando en el mismo sitio y culmine su vida laboral sin moverse de ese espacio. Los contratos de tres meses de prueba y todo lo que ha hecho la cuestionada Reforma Laboral de la década del noventa, nos ha llevado a sorprendernos con experiencias como la de Rogelio. El vertiginoso ritmo del trabajo de hoy, sumado a la calidad de productos descartables que, muchas veces, somos los trabajadores, hace que lo sostenido del tiempo en un mismo lugar sea más bien una expresión de deseo, más que una realidad.

Cuarenta y siete años en una misma fábrica. Cuarenta y siete años que están por poner el cartel de “cerrado” y no por vacaciones temporarias, sino por merecido descanso, luego de tanto tiempo de entregarse en la labor cotidiana.

Rogelio estaba contento al mencionar que la jubilación se aproximaba, a pocos días para ser más precisos, sonreía cuando lo comentaba. Pero también se podía percibir un dejo de nostalgia, una especie de tristeza por dar punto final a una etapa muy importante y significativa de su vida.

Ante la pregunta respecto a por qué en tantos años de fábrica nunca había sido delegado, sabiendo que no es ésta una relación de causa efecto, pero la curiosidad pudo y salió la pregunta. Rogelio, sin borrar su sonrisa de la cara y con una especie de timidez inherente, dijo: “No, delegado nunca. Hay que estar capacitado para ser delegado”. Gran gesto de humildad que no aceptaba la argumentación contraria, que bien podría decirle que luego de tantos años de desempeñarse en el mismo sitio la capacidad la tenía aunque él no quisiese reconocerla. Pero seguimos adelante en la charla sin detenernos en este punto. Él estaba convencido de lo dicho, suficiente. “Delegado nunca, pero sí siempre participé en todas las peleas, en todas las luchas gremiales”.

Si bien al principio le costó, al punto que no quería hacer la entrevista, luego no dejaba de hablar entusiasmado. La mañana, el café, el descanso y el sol que calentaba los bancos de piedra hicieron lo suyo como para que se soltase de una manera maravillosa. Una correlación minuciosa en su relato, sin saltos, sin dejar nada librado a no entender el hilo de lo que contaba.

Llegó a Buenos Aires muy chico, apenas con 10 años. La Ciudad de Federación, en la Provincia de Entre Ríos, despidió a un niño. Mañana verá llegar a un hombre decidido a disfrutar de su ciudad natal, unas vacaciones con su esposa, hijos y nietos está pendiente en Rogelio.

Ingresó a la Fábrica CIMET en el año 1961, antiguamente estaba en la zona de Mataderos. Con tan sólo 17 años cruzó por vez primera las puertas de CIMET, a los tres años de estar trabajando fue convocado para hacer el servicio militar obligatorio, en aquel momento se hacía a los 20 años. Logró que le guardasen el puesto, pero sin cobrar su sueldo. Al año regresó a Buenos Aires y se reincorporó a su trabajo.

Rogelio ha vivido las diferentes épocas históricas, políticas y sociales desde la realidad de CIMET. En cuanto a esto decía que la etapa más difícil que ha tenido que atravesar en fábrica ha sido la de la dictadura militar, donde ha visto “desaparecer” comisiones internas completas de la fábrica, comentaba. “Si había que parar y salir a la calle, todos lo hacíamos”. “Yo soy de Laferrère, y en esa época íbamos y veníamos con miedo, nunca sabíamos si volvíamos o no, siempre a mitad de camino nos paraba el ejército, era muy duro”. “Yo tengo muchos muchachos conocidos, compañeros míos no de la fábrica, sino de viaje, que desaparecieron”.

Cuando hablamos de la participación gremial activa, nuevamente quiso correrse de ese lugar, recalcando el tema de la capacidad para poder hacerlo. Así fue como reconoció la cantidad de cosas que se han logrado, tanto antes como ahora, por el trabajo de los delegados. “Treinta años atrás hemos conseguido el franco compensatorio, porque antes se trabajaba de sol a sol, y eso fue algo muy importante para nosotros. Ahora hace poco se ha conseguido lo de la bolsa de comida que se nos da todos los meses, esto es una gran cosa porque hay muchos que están mal de verdad; los muchachos jóvenes están haciendo esto, los delegados”.

De espíritu positivo y alegre, amable y caballero en sus formas, respetuoso desde el trato de “usted”, y ante la indicación que no lo hiciese, no pudo, no podía hacerlo, como quien guarda los códigos de antes. Así seguimos entonces, respetando las formas que Rogelio así fue marcando.

Una hora y media de distancia lo separa de su hogar, recorrido que ha hecho y seguirá haciendo hasta que la jubilación por fin lo abrace, todos los días, con frío, lluvia, calor y lo que el tiempo depare o golpee.
Rogelio Paiz tiene 64 años, recién cumplidos, y 47 años de trabajo en el mismo lugar, una esposa, tres hijos, y un descanso próximo que le permitirá disfrutar de su tiempo libre y de su familia, como hace tiempo tiene ganas de hacer. Decía, con misterio en sus palabras, que no sabía muy bien en qué iba a emplear ahora su tiempo libre, que seguramente iba a extrañar la fábrica y sobre todo a sus compañeros, pero que los iría a visitar, que se sumaría a los asados que hacen habitualmente, y empezaría a compartirlos desde otro lugar. Que viajaría con su mujer a aquellos lugares de la Argentina que tiene ganas de pisar y que el trabajo pocas veces se lo permitió en todo este tiempo.
Dejará de escuchar el sonido tan particular de las máquinas funcionando, dejará de vestir su ropa de trabajo, sus horas de descanso no se someterán a sólo una o media, el viaje de una hora y media dejará de padecerlo a diario para acotarse a los días de visita hacia ese lugar que él abrazó.

Su fábrica. Una parte de su vida.

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